viernes, 11 de diciembre de 2015

Recuerdos



Recuerdo, siendo muy niño, cuando trabajabas en aquel colegio, que uno de cada dos fines de semana lo venías a pasar a casa. Recuerdo cómo te esperábamos y cómo llegabas, siempre con caramelos en el bolso para nosotros (igual que la abuela, tu hermana, sería cosa de familia).

Recuerdo que pese a que aquello más que una cama era un catre con un somier de muelles y un colchón de espuma, muchos sábados dormía contigo y me contabas cuentos, historias antiguas de cuando vivías en aquellos pueblos de la Andalucía de posguerra y mil cosas más.

Recuerdo cuando, ya trabajando en la guardería, iba a verte al piso en el que vivías de alquiler junto con otras personas y cómo tomábamos una Coca-Cola y me preguntabas por lo que hacía.

Recuerdo aquellos jerseys que me hacías, de lana, tan calentitos. Aún conservo uno que me hiciste con sobrantes de mil ovillos, un jersey casi imposible de mil colores y que todavía me abriga cuando lo necesito.

Recuerdo el cariño que les cogías a mis novias de juventud cuando las conocías y los disgustos que te llevabas cuando las dejaba.

Recuerdo, ya cuando vivías con nosotros en casa, el que siempre estuvieras dispuesta a echar una mano, a ayudar a cuidarnos en los difíciles años de la adolescencia y primera juventud.

Recuerdo el que todos los años, por mi cumpleaños, por Navidad o de vez en cuando sólo porque sí me dabas algo “para que te tomes una Coca-Cola o una cervecilla” incluso cuando ya trabajaba y te decía que no hacía falta y que lo guardaras para ti. Eso lo seguiste haciendo más tarde, ya casado, pero con mis hijos.

Recuerdo cómo te alegraste cuando te dije que me casaba y el cariño que le cogiste a mi mujer. Lo feliz que se te veía el día de mi boda, con tu traje de chaqueta gris y la camisa lila o morada (el distinguir los colores nunca ha sido lo mío).

Recuerdo todo el cariño que desde el primer día les diste a mis hijos (tus sobrinos-bisnietos) cómo te los podía dejar cuando estaban malos y cómo ellos se quedaban contigo más a gusto que un arbusto porque sabían que les ibas a cuidar, a contar cuentos, a jugar con ellos.

Recuerdo cuando, ya más creciditos, jugabas con ellos al dominó de animalitos, a las cartas, al ahorcado, y les dejabas ganar casi siempre o hacías la vista gorda cuando hacían alguna trampilla.

Recuerdo cuando, ya en la residencia, no dejabas de decir que no querías molestar “Esto está muy lejos, para qué venís a verme, seguro que tenéis otras cosas que hacer”.

Recuerdo cuando, por no querer molestar, me costó Dios y ayuda convencerte de que te iba a ir a buscar para que te vinieses conmigo a pasar la última Nochebuena que pasaste en familia, a dormir a mi casa (“Ya ves tú mi niña, la pobre Rocío que no puede dormir en su cama porque venga yo a dormir”) pero lo feliz que estabas cuando debajo del árbol en casa de mis suegros también hubo un regalo para ti. Ellos también te cogieron cariño y se han acordado de ti estos días.

Recuerdo (y me permitirás que sea lo único que intente olvidar) la última noche que pasé contigo en el hospital, con la certeza de que estabas sufriendo y viendo que intentabas decirme algo y que no podías. Conociéndote, seguro que era algo del estilo “Que no quiero molestar, qué haces durmiendo aquí si mañana tienes que trabajar, vete a casa con tu familia”. El horrible trago que fue, al día siguiente decirle a los niños que te habías ido y tener que consolar a mi hija que lo único que quería era “poder hablar con ella sólo una vez más”.

Recuerdo, recuerdo, recuerdo… y lo malo de ello es que sé que seguro que me olvido de algo, las cabezas ya no son lo que eran, pero también sé seguro que de ti no me olvidaré nunca.

El otro día, la tarde antes de tu funeral, habrías estado contentísima de ver a todos tus niños juntos, hablando y escribiendo lo que querían decir al día siguiente con esa sinceridad que sólo se tiene cuando tienes esa edad.

Al final Dios, el karma, el destino o lo que sea da a todo el mundo lo que se merece y como dijo mi hija (tu Rocío) en ese panegírico que entre todos te escribieron “Las personas sólo mueren cuando son olvidadas y yo a ti te recordaré todos los días”. Pues eso, tú vivirás mucho tiempo porque tienes al menos tres generaciones (tus sobrinos, tus sobrinos-nietos y tus sobrinos-bisnietos) que te vamos a recordar y te vamos a echar de menos mucho, mucho, mucho y así hasta el infinito.

Mil besos y sigue, desde allí donde estés, cuidando de nosotros.

Hasta siempre Marga, TE QUIERO.

viernes, 28 de agosto de 2015

Impresiones







Estimados lectores. Entre unas cosas (obligaciones laborales) y otras (vacaciones, que también tengo derecho) ha pasado un largo tiempo desde mi última aparición por este espacio. Lamento el malestar, los ataques de ansiedad, las migrañas y demás calamidades causadas a, sin duda, cientos de millones de lectores que esperaban ávidamente su dosis de sabiduría atalayera.



En esos momentos de ocio y solaz he tenido ocasión de pasar una semana en (citando al gran Sinatra) la ciudad que nunca duerme, la gran manzana, vamos, en Nueva York (o New York, puestos en plan cosmopolita políglota).


Aunque pueda parecer lo contrario, una semana en NY da para muy poco, vuelves con la sensación de que, por muchas cosas que hayas visto, te han quedado muchas más por ver.



Esta visita, más allá de lo que supone conocer una ciudad o una cultura diferente, me ha causado una serie de impresiones que me gustaría compartir con vosotros (¡Sí, sí! puedo casi físicamente oír como gritáis arrebatados de impaciencia).



Lo primero que uno no puede dejar de notar es que allí todo está hecho a lo grande, mejor dicho, a lo bestia. Todo es enorme, casi exagerado incluso en casos en los que, en mi modesta opinión, es difícilmente justificable. Un ejemplo: todos sabemos de la existencia de unos dulces de cacahuete recubiertos de chocolate en tres o cuatro colores diferentes. Pues bien, en Times Square hay una tienda especializada en dichos dulces… ¡de tres plantas! Evidentemente, además de los productos conocidos aquí, allí se puede encontrar todo tipo de merchandising y dichos dulces en prácticamente cualquier color imaginable (incluso en algunos colores cuya existencia no está empíricamente demostrada como el fucsia o el rosa palo).



Otro “pequeño” ejemplo: también en Times Square hay una tienda de una conocida cadena de macrojugueterías. ¿Qué es lo que tienen en el espacio en donde normalmente irían los huecos de los ascensores? ¡Una noria! Pero no una pequeña, no, una noria de un tamaño que yo no he visto en algunas verbenas de pueblos aquí en España.



El transporte público funciona fantásticamente bien, con el metro abierto las 24 hora del día (que tome nota quien corresponda). Hasta ahí bien, pero debo decir que conozco a nivel nacional los metros de Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao; y a nivel internacional los de NY, Boston y Paris. Pues bien, de todos ellos, sin lugar a dudas y sin que me ciegue el amor o la devoción por mi ciudad, el mejor es el de Madrid. Sin embargo los autobuses, debido sin duda a que el tráfico neoyorquino es una locura durante las 24 horas del día, lo que provoca que la gente se lance enloquecidamente al metro, son una delicia para el turista. Van siempre vacíos o casi, puedes elegir asiento (que son mucho más amplios que los de los autobuses de aquí), vas fresquito (con un aire acondicionado que es un alivio para el turista caluroso) y te dan tiempo para observar la diversa fauna y flora autóctona y, creedme, hay mucho que observar. Por ponerles una pega, a los autobuseros en particular, y a los conductores de Manhattan en general, les gusta en demasía hacer uso (y abuso) del claxon.



Voy a comentaros dos cosas que me han dado envidia:



No he ocultado nunca que soy de Madrid. Me encanta pasear por sus calles y/o rincones más bulliciosos: Castellana, el eje Princesa-Gran Vía-Alcalá, el Rastro… Lo único malo es que si tú vas paseando y alguien va con prisa y, por accidente, te arrolla, es muy difícil que gaste ni una fracción de segundo en pedirte disculpas.



Por el contrario la gente de allí, por regla general, es educadísima. Puedo asegurar que la Quinta Avenida tiene una aglomeración de gente muy superior a la de cualquier calle de Madrid que yo haya visto (incluso mayor que Preciados en época de rebajas) y que Times Square, a cualquier hora de cualquier día, es como la Puerta del Sol la noche de Nochevieja. Pues bien, me han pedido perdón por tropezar conmigo en quince minutos allí más veces que en todo un año en Madrid (incluso cuando a veces la culpa era mía por ir como un turista embobado mirando por la cámara en vez de por los ojos).



Otra particularidad es que, sorprendentemente, al menos para mí, hay muchos parques en NY y todos ellos están limpios, cuidados y llenos de gente que guarda unas mínimas normas de conducta de vida en común.



Además, en todos los parques hay unos aseos públicos. Quien conozca el Retiro de Madrid podrá decir que allí también los hay, lo que es cierto junto con que muchas veces están cerrados, otras muchas en un estado de limpieza e higiene que no sería apta en los habitáculos en donde se cría la materia prima para la elaboración de embutidos ibéricos e, incluso, que hubo una época (desconozco si eso sigue en vigor) en que te cobraban por entrar en ellos (como hacen ahora en los baños de alguna conocida estación de tren).



Por el contrario, allí hay permanentemente personal dedicado a su limpieza, a reponer jabón, papel higiénico, pasar la fregona… en definitiva, a tenerlos en perfecto estado de uso continuamente aunque la gente que los usa muestra, generalmente, un comportamiento cuidadoso con lo que es de todos y está a su disposición de forma gratuita.

 

“Pues si todo es así de bonito y maravilloso vete a vivir allí”, podrá decir alguno de los miembros del sector crítico de mi extensa parroquia.



Venga, vamos ahora a la parte negativa.



El viaje, siendo como es muy aconsejable, debería estar vedado a la gente que tienda a sufrir de compulsividad compradora. Es una sociedad hecha por y para el consumo, te meten las cosas por los ojos (y son muy buenos en ello, reconozcámoslo) y en todas las tiendas hay un ejército de dependientes deseosos de que alguien les pregunte para darles un servicio profesional y rápido. Incluso yo, que suelo huir del tema de “ir de compras” como el que huye de una enfermedad infecciosa especialmente virulenta, tuve algún momento de debilidad. Si vas para allá y llevas pasta estás perdido porque terminas picando.



Como en todas las ciudades, hay unas fuerzas del orden, pero en este caso su presencia llega a ser intimidadora. Todos comprendemos lo que les pasó hace catorce años, pero aquí también nos pasó algo parecido hace once y no vemos nada ni mínimamente parecido. Allí en la Grand Central Station (la que sale en todas las pelis) o incluso en el metro, además de la policía “normal” (NYPD), está la policía de transportes y, distribuidos por parejas como la Guardia Civil, miembros del ejército vestidos de campaña, todos ellos, como no podía ser de otra forma en el país paraíso de las armas, armados (valga la redundancia) hasta los dientes.



Otra cosa que me ha llamado poderosamente la atención, por la parte negativa, es la enorme cantidad de gente tirada por las calles, lo que se viene en llamar homeless. Los hay por todas partes y ojo, no es una cuestión racial, es decir, no son sólo gente de color o latinos sino que puedes ver chavales en plan arquetipo del sueño americano (rubios, ojos azules, de entre 20 y 25 años) tirados en la calle pidiendo unas monedas a la gente que pasa y que, desgraciadamente, por la fuerza de la costumbre me imagino, no los ve o aparenta no verlos.



En fin, y por ir acabando ya, claroscuros, luces y sombras, contrastes. Como no podía ser de otra forma en una ciudad de ese tamaño y con la particular idiosincrasia de ser considerada la capital del mundo mundial, hay de todo como en botica y ni todo es bueno ni todo es malo, de hecho, y ahí está lo bonito de la vida, lo que para unos puede ser bueno para otros malo y viceversa.



En cualquier caso es un viaje que merece la pena y que, si puedo, repetiré para ver cosas que me han quedado pendientes: una misa góspel en Harlem, un partido en el Yankee Stadium, un concierto en el Garden (y si es de Springsteen ya me muero de gusto)…



Evidentemente, para acabar estas líneas no queda otra que echar mano del viejo Frank y uno de sus más conocidos clásicos y escucharlo mientras paseas sin prisas ni rumbo fijo por ese laberinto sin fin que es Central Park



Start spreading the news, I'm leaving today

I want to be a part of it, New York, New York

These vagabond shoes, are longing to stray

Right through the very heart of it, New York, New York.


domingo, 10 de mayo de 2015

¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?



Antes que nada quiero pedir disculpas a la legión de seguidores de este blog por mi prolongada ausencia. Ha sido más de un mes alejado de los ruedos debido a momentos de agobio laboral y a ciertos problemillas familiares, afortunadamente superados.

Vamos a meternos ahora en harina.


Las últimas semanas han sido buenas para los amantes del bueno y viejo rock’n’roll de la ciudad de Madrid.


El pasado día 23 el maestro José María Sanz Beltrán, más conocido como Loquillo, presentaba en el foro su último disco. Una “puta macarrada”, como él mismo lo definía en una entrevista, en que recupera algunas de sus viejas canciones y las toca en formato rockabilly.


Para los que de jóvenes hemos llevado las botas, la chupa de cuero y el tupé es una auténtica delicia, una delicatesen de las que de vez en cuando te regala la vida, y si el disco es bueno, la puesta en escena del Loco, con una banda clásica de rockabilly (los Nu-Niles) con sus guitarras, contrabajo y coro de doo-wop fue sencillamente espectacular.


Ayer, 9 de mayo, los Burning (ojo, no extranjerizar el nombre pronunciando “barnin” o “bernin”, la u se pronuncia como tal) celebraron un curioso día de difuntos, casi con una celebración a lo mexicano. Tal día como ayer de 1991 moría Toño Martín, el primer cantante del grupo y seis años después, el mismo día, se nos iba el mítico Pepe Risi, guitarra y cantante de la banda de La Elipa.


Pues ayer la actual formación de los Burning, liderada por el incombustible Johnny Cifuentes, celebró sus 40 años en esto del rock con un pedazo de concierto que no se lo salta un camello dopado. Impresionante puesta en escena y un repertorio repleto de clásicos que, juntos, nos dieron una noche increíble, inolvidable, apoteósica… todo lo que se diga es poco.


En ambos casos tuve la ocasión de ver lo que podríamos definir como “un pulpo en un garaje”, es decir, alguien que va vestido como para una fiesta en casa del embajador (con su Ambrosio y su bandeja de Ferrero Rocher incluidos) y que están tan fuera de sitio como Lenin en una procesión de Semana Santa (si se me permite la comparación).


En el concierto de rockabilly, a donde, por supuesto, fui pertrechado con mis botas tejanas con estribos, como mandan los cánones, apareció una criatura con una especie de vestido de cóctel verde, unos taconazos del carajo, vamos, lo que viene siendo preparada para la ocasión… si la ocasión hubiera sido una entrega de premios en el Círculo de Bellas Artes, un desfile de la Pasarela Cibeles o una noche de estreno en el Teatro Real.


Ayer, viendo a los Burning, de pronto, apareciendo sorpresivamente por detrás, al grupo en el que yo iba se nos colocaron delante tres mujeres de sexo femenino u opuesto al mío, de mediana edad (los 45 no los cumplían ya) y vestidas súper ideales con sus camisas, sus foulards al cuello, sus pantalones de pinzas, sus zapatos de medio tacón… Yo creo que se habían equivocado. En los paneles de la entrada del antiguo Palacio de los Deportes de Madrid pude ver anunciado para fechas venideras un concierto de Spandau Ballet (sí, has leído bien querido lector) y para mí que estas criaturas confundieron las fechas.


De otra forma no se explica qué hacían en un sitio que se veía a la legua que les resultaba incómodo. Allí se vendía cerveza (y en esas aglomeraciones la cerveza se cae, reconozcámoslo), se cantaba a voz en cuello, se dan palmas, se salta, se baila, vamos, lo que viene siendo el paquete completo de comportamiento de concierto.


Si tú vas andando sobre el suelo mojado y pegajoso de cerveza con la misma cara de asquito que si te obligasen a comer insectos vivos y miras a todo el que salta, grita, canta y baila a tu alrededor con cara de “¡Dios mío! Estoy en mitad de una tribu de bárbaros, temo por mi integridad” (y ojo, que el grupo de Teruel que pululaba por los alrededores de dichas señoritas y de mi grupo eran muy majos pero quizá un “pelín” demasiado intensos, o demasiado cargados, incluso para la ocasión) es que estás donde no debes e incluso posiblemente donde no quieres.


Ojo, respeto absoluto para todo y para todos. Que cada uno vaya a donde quiera en las condiciones que quiera, pero sabiendo que te tendrás que adaptar a lo que te encuentres y que las miradas de recelo, asquito, desconfianza, están de más.


Yo me pongo mi traje y mi corbata cuando voy a trabajar y me reúno con clientes; me pongo mi camiseta y/o mi bufanda rojiblanca cuando acudo al Calderón; y en ambas ocasiones adapto mi actitud y mi comportamiento a lo que se considera correcto en cada ocasión, no es que busque pasar desapercibido, pero tampoco quiero dar la nota, ni por exceso ni por defecto.


Nada más propio para terminar esta entrada que la más mítica de las canciones de los Burning, compuesta por el trío Risi, Toño, Johnny y que ha dado título a esta entrada:


¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?

¿Qué clase de aventuras has venido a buscar?

Los años te delatan, nena, estás fuera de sitio

Vas de caza a quién vas a atrapar

No utilices tus juegos conmigo

Mujer fatal, siempre con problemas
Mujer fatal, este no es tu sitio