Dicen las crónicas que en un día como hoy de la sexta
década del siglo pasado, un sábado para más señas, vine al mundo, lo que
significa que, para bien o para mal, hoy es mi cumpleaños.
Ese es el motivo del título de esta entrada y no, como
algún lector despistado hubiera podido suponer, porque haya visitado la
exposición que con tal título se celebra hace años y de forma itinerante en
alguna ciudad española.
Durante nuestra vida pasamos por diferentes edades, cada
una con sus ventajas e inconvenientes, que nos van dejando un poso en forma de
recuerdos y nos van aportando, en la medida en que lo busquemos y pongamos de
nuestra parte, amistades, experiencias e incluso sabiduría que compartir desde
nuestras atalayas particulares.
La primera edad es la de la infancia y de ella sacamos nuestras
primeras experiencias, nuestras primeras palabras y pasos, nuestros en
principio pocos recuerdos y, sobre todo, el primer cariño que recibimos, el de
nuestros padres, un cariño incondicional que pocas veces sabemos apreciar,
agradecer y devolver.
Vamos creciendo, vamos adquiriendo más recuerdos que ya
no son prestados, porque otro servicio que nos hacen nuestros padres es el de
administrar nuestros primeros recuerdos y, al relatarlos una y otra vez, al
final hacerlos nuestros, como si de verdad fuéramos capaces de recordar aquello
tan gracioso que hacíamos cuando teníamos uno o dos años.
Con el crecimiento recibimos nuestras primeras lecciones y
ahí es donde aparece otra figura que suele ser objeto de ingratitud e injusticia
por nuestra parte: los maestros, ahora llamados profesores, si bien se me va a
permitir que yo prefiera el término antiguo que sugiere una mayor idea de sabiduría
y conocimiento. Pues a esos maestros los denostamos, los ignoramos, les ponemos
motes, les hacemos la vida imposible… y sólo cuando tenemos más nieve en la
cabeza que fuego en el corazón les recordamos con nostalgia y cariño y sabemos
apreciar su impagable labor.
De esa época son nuestros primeros amigos, los de verdad,
los que duran años, lustros, décadas. No era yo más que un tierno infante
cuando en el año 73 conocí a dos de mis amigos, cuya compañía aún guardo y
disfruto como un tesoro. No soy hombre de muchos amigos, posiblemente por mi
carácter reservado y por una cierta desconfianza crónica hacia el resto de los
seres humanos, pero los que tengo me vienen durando más de veinte años y los valoro
como lo mejor que me ha pasado.
Llega luego la juventud, época de rebeldía, de buscar
nuestro sitio en un mundo que estamos seguros que no nos entiende.
Experimentamos con nuestro aspecto, con nuestra actitud, con nuestros valores.
Nos ponemos el mundo por montera y, dentro de ese mundo, tenemos la convicción
de que hay un único centro que, mire usted por dónde, coincide exactamente con
el sitio que nosotros mismos ocupamos. Nos creemos capaces de todo, de derrotar
a dragones, de escalar montañas, de atravesar océanos a nado, lo sabemos todo. Ingenuamente
nos creemos que somos, en definitiva, súper hombres intocables, invencibles e
indestructibles.
Son de esta edad también nuestros primeros amores, esos
que nos dejaron roto el corazón al menos durante los quince minutos que tardamos
en fijarnos en otra chica y enamorarnos locamente otra vez. Recordamos de esa
época el primer beso, el primer abrazo, el primer paseo cogidos de la mano enlazando
nuestro brazo en su talle, el primer roce de otra piel contra la nuestra, las
primeras caricias y, ni más ni menos, ¡la primera vez! Uno de los grandes mitos
de nuestra vida porque mitificamos algo que, normalmente, por nuestra
inexperiencia y nuestro miedo (nunca reconocido, por supuesto) suele ser un
desastre de mayores o menores proporciones.
Continuamos creciendo, maduramos y nos enfrentamos a los
problemas de la edad adulta: el trabajo (o la falta del mismo), el compromiso,
las responsabilidades, el matrimonio, las pérdidas (naturales por la edad) de
seres queridos.
De esta edad me quedo con la satisfacción de haber tenido
a mis hijos, de poder repetir con ellos los aciertos que mis padres tuvieron
conmigo y cometer errores que, en justicia, sólo a mí se pueden achacar, pero,
con todo ello, los ves crecer, ilusionarse y sabes que todos los problemas de
la edad madura merecen la pena a cambio de un abrazo, un beso o una palabra de
cariño de tus hijos.
De este momento de mi vida me quedo también con la
sabiduría adquirida, el desparpajo, la chulería que te queda cuando has
conseguido vencer algunos problemas y que te permite plantearte el hacer las
cosas un poco a tu manera, del modo en que crees que debes hacerlas y no del
que los demás esperan que las hagas, permitiéndote un cierto nivel de independencia.
Llega luego la vejez, pero eso aún me queda lejos y ya me
ocuparé de ello cuando llegue el momento. Hoy, insisto, cumplo años y quiero
celebrarlo con vosotros, amigos lectores y es por ello por lo que lanzo la
escalera y os invito a subir a mi atalaya a pasar un rato. Me he ocupado de que
haya suficiente cerveza, hielo y bourbon. ¡Qué coño! No cobro publicidad pero a
las cosas hay que llamarlas por su nombre: Mahou Clásica (de la verde) y Jack
Daniels.
Además, sonará buena música. Ahora mismo otro veterano,
el Sr. José María Sanz, también conocido como Loquillo nos deleita con una de
sus canciones:
Nos miran de reojo
al entrar en todas partes
pasiones encontradas
por los años de rodaje
No es una frase
mía, pero resulta brillante
Qué difícil ser
humilde cuando uno es tan grande
Sabor de veteranos
De mierda hasta el
cuello sobrevivimos a ello
por tres cuartos de
talento y unas gotas de inspiración
Como un tequila
reposado
Sabor de veteranos