miércoles, 25 de marzo de 2015

Las edades del hombre



Dicen las crónicas que en un día como hoy de la sexta década del siglo pasado, un sábado para más señas, vine al mundo, lo que significa que, para bien o para mal, hoy es mi cumpleaños.

Ese es el motivo del título de esta entrada y no, como algún lector despistado hubiera podido suponer, porque haya visitado la exposición que con tal título se celebra hace años y de forma itinerante en alguna ciudad española.

Durante nuestra vida pasamos por diferentes edades, cada una con sus ventajas e inconvenientes, que nos van dejando un poso en forma de recuerdos y nos van aportando, en la medida en que lo busquemos y pongamos de nuestra parte, amistades, experiencias e incluso sabiduría que compartir desde nuestras atalayas particulares.

La primera edad es la de la infancia y de ella sacamos nuestras primeras experiencias, nuestras primeras palabras y pasos, nuestros en principio pocos recuerdos y, sobre todo, el primer cariño que recibimos, el de nuestros padres, un cariño incondicional que pocas veces sabemos apreciar, agradecer y devolver.

Vamos creciendo, vamos adquiriendo más recuerdos que ya no son prestados, porque otro servicio que nos hacen nuestros padres es el de administrar nuestros primeros recuerdos y, al relatarlos una y otra vez, al final hacerlos nuestros, como si de verdad fuéramos capaces de recordar aquello tan gracioso que hacíamos cuando teníamos uno o dos años.

Con el crecimiento recibimos nuestras primeras lecciones y ahí es donde aparece otra figura que suele ser objeto de ingratitud e injusticia por nuestra parte: los maestros, ahora llamados profesores, si bien se me va a permitir que yo prefiera el término antiguo que sugiere una mayor idea de sabiduría y conocimiento. Pues a esos maestros los denostamos, los ignoramos, les ponemos motes, les hacemos la vida imposible… y sólo cuando tenemos más nieve en la cabeza que fuego en el corazón les recordamos con nostalgia y cariño y sabemos apreciar su impagable labor.

De esa época son nuestros primeros amigos, los de verdad, los que duran años, lustros, décadas. No era yo más que un tierno infante cuando en el año 73 conocí a dos de mis amigos, cuya compañía aún guardo y disfruto como un tesoro. No soy hombre de muchos amigos, posiblemente por mi carácter reservado y por una cierta desconfianza crónica hacia el resto de los seres humanos, pero los que tengo me vienen durando más de veinte años y los valoro como lo mejor que me ha pasado.

Llega luego la juventud, época de rebeldía, de buscar nuestro sitio en un mundo que estamos seguros que no nos entiende. Experimentamos con nuestro aspecto, con nuestra actitud, con nuestros valores. Nos ponemos el mundo por montera y, dentro de ese mundo, tenemos la convicción de que hay un único centro que, mire usted por dónde, coincide exactamente con el sitio que nosotros mismos ocupamos. Nos creemos capaces de todo, de derrotar a dragones, de escalar montañas, de atravesar océanos a nado, lo sabemos todo. Ingenuamente nos creemos que somos, en definitiva, súper hombres intocables, invencibles e indestructibles.

Son de esta edad también nuestros primeros amores, esos que nos dejaron roto el corazón al menos durante los quince minutos que tardamos en fijarnos en otra chica y enamorarnos locamente otra vez. Recordamos de esa época el primer beso, el primer abrazo, el primer paseo cogidos de la mano enlazando nuestro brazo en su talle, el primer roce de otra piel contra la nuestra, las primeras caricias y, ni más ni menos, ¡la primera vez! Uno de los grandes mitos de nuestra vida porque mitificamos algo que, normalmente, por nuestra inexperiencia y nuestro miedo (nunca reconocido, por supuesto) suele ser un desastre de mayores o menores proporciones.

Continuamos creciendo, maduramos y nos enfrentamos a los problemas de la edad adulta: el trabajo (o la falta del mismo), el compromiso, las responsabilidades, el matrimonio, las pérdidas (naturales por la edad) de seres queridos.

De esta edad me quedo con la satisfacción de haber tenido a mis hijos, de poder repetir con ellos los aciertos que mis padres tuvieron conmigo y cometer errores que, en justicia, sólo a mí se pueden achacar, pero, con todo ello, los ves crecer, ilusionarse y sabes que todos los problemas de la edad madura merecen la pena a cambio de un abrazo, un beso o una palabra de cariño de tus hijos.

De este momento de mi vida me quedo también con la sabiduría adquirida, el desparpajo, la chulería que te queda cuando has conseguido vencer algunos problemas y que te permite plantearte el hacer las cosas un poco a tu manera, del modo en que crees que debes hacerlas y no del que los demás esperan que las hagas, permitiéndote un cierto nivel de independencia.

Llega luego la vejez, pero eso aún me queda lejos y ya me ocuparé de ello cuando llegue el momento. Hoy, insisto, cumplo años y quiero celebrarlo con vosotros, amigos lectores y es por ello por lo que lanzo la escalera y os invito a subir a mi atalaya a pasar un rato. Me he ocupado de que haya suficiente cerveza, hielo y bourbon. ¡Qué coño! No cobro publicidad pero a las cosas hay que llamarlas por su nombre: Mahou Clásica (de la verde) y Jack Daniels.

Además, sonará buena música. Ahora mismo otro veterano, el Sr. José María Sanz, también conocido como Loquillo nos deleita con una de sus canciones:

Nos miran de reojo al entrar en todas partes
pasiones encontradas por los años de rodaje
No es una frase mía, pero resulta brillante
Qué difícil ser humilde cuando uno es tan grande
Sabor de veteranos
De mierda hasta el cuello sobrevivimos a ello
por tres cuartos de talento y unas gotas de inspiración
Como un tequila reposado
Sabor de veteranos

jueves, 12 de marzo de 2015

¿Cultura? moderna



Leía hace unos días una entrevista con un personaje público y me llamaban la atención un par de cosas.

Primeramente su declaración de no estar presente en las llamadas redes sociales. ¡Por San Google!, pensé, decir eso en los tiempos que corren es casi como declararte un ciber-paria social y muy poca gente lo hace.

Por cierto, al hilo de esto reitero mi apoyo (que ya le mostré en un comentario) a mi amiga la Moski, que en su muy recomendable blog La ira de las uvas publicó hace poco una entrada bajo el título de “No me gusta el facebook”.

Lo otro es que le preguntaron qué leía y decía que estaba leyendo a Proust y que le gustaba leer porque le hacía sentir más listo y eso era agradable y que, además, servía para aprender más vocabulario y para ver cómo se contaban las cosas antes de que nos diera, vaya usted a saber por qué, por contarlas a toda hostia.

Coincido absolutamente en las dos cosas con dicho personaje público, pero me voy a centrar en la segunda.

Reconozco, teniendo en cuenta los tiempos que corren casi cabría decir que me declaro culpable, de ser un lector empedernido. Devoro con ansia casi cualquier cosa que caiga en mis manos: ficción, historia, ensayo, política, comedia… Eso sí, reconozco haber hecho una concesión a la modernidad y haber sustituido el libro en papel de toda la vida por un muy cómodo ebook de pequeño tamaño que me permite llevar en el bolsillo decenas de libros.

¿Qué ocupa actualmente mis momentos de ocio? podrá preguntarse algún lector curioso, pues estoy inmerso en la lectura, según su orden de publicación, de los Episodios Nacionales de D. Benito Pérez Galdós. ¿Por qué? preguntará el mismo lector curioso que en estos momentos empezará a dudar de mi cordura, ¿y por qué no? contestaré yo. Es historia de España, es cultura general y aporta una visión de una forma de vida y unos valores que, aunque actualmente se consideran pasados de moda y puede que hasta políticamente incorrectos, creo, en mi modesta opinión de todo a 100, que todavía tienen alguna validez.

Cuando voy en el Metro o el autobús, con mi “libro”, a veces levanto la vista y miro a mi alrededor y veo que un porcentaje muy mayoritario de mis acompañantes van inmersos en sus teléfonos, intercambiando mensajes instantáneos, quién sabe si actualizando su estado de Facebook a “en tránsito” o asombrando al mundo al contarle por Twitter que aún hay gente que lee en el autobús.

Esto me parece especialmente preocupante entre la parte más joven de la población. No cogen un libro ni aunque se lo mande el médico (el manual de usuario del móvil no cuenta como libro por mucho que cada vez sea más extenso) y eso se traduce en que cada vez hablan, leen, escriben, razonan y se comportan peor.

Sí, yo también me prometí a mí mismo que nunca haría/diría lo que había visto hacer/decir a mis mayores (abuelos, padres y tíos)… pero esa promesa tiene una fecha exacta de caducidad y coincide con cuando pasas a ser parte de los mayores, vamos, con el momento en que eres padre.

¿Llegarán mis hijos a descubrir que El Quijote, aparte de un libro cuya lectura te imponen en el colegio, es una de las novelas más divertidas que se han escrito en lengua española?

¿Adquirirán conocimientos sobre historia derivados de la lectura de novelas históricas y/o libros no novelados como biografías?: los Episodios Nacionales, la pentalogía sobre Ramses el grande…

¿Elegirán una opción ética, política o filosófica basándose en la lectura de varios libros de autores con diferentes opiniones que les permitan conocer diversas opciones antes de decantarse por la que más les convenza? Nietzsche, Marx, Bakunin, José Antonio, Ledesma Ramos…

¿Se emocionarán, vibrarán, reirán o llorarán con la lectura de alguna de las aventuras clásicas que yo he leído dos, tres o qué se yo las veces?: Los tres mosqueteros, Moby Dick, La isla del tesoro, la serie del Club de los Cinco…

Y así podría seguir citando las emociones y sensaciones que me han ido produciendo los cientos, miles de libros que he leído a lo largo de mi vida.

Se dice que la crisis y la falta de trabajo y expectativas han originado una (¿sólo una?) generación perdida.

Nadie, o casi nadie, se ha planteado que a lo mejor esas generaciones empezaron a perderse en el momento en que, con la connivencia de muchos, les abandonamos en un desierto de estulticia electrónica habitado por palabras mutiladas a las que se priva de muchas de sus letras; en donde los signos ortográficos como las comas, puntos y, sobre todo, las tildes han sido desterrados y condenados al ostracismo; en donde la habilidad para jugar con las palabras y componer frases primero y párrafos después es tan habitual como ver una manada de unicornios en la Gran Vía.

El mundo y la historia se han movido tradicionalmente a base de iniciativas de los soñadores, y para soñar no hay nada mejor que tener la cabeza llena de ideas, de historias, de personajes… de alternativas, a fin de cuentas, y eso se adquiere culturizándose, y, desde hace miles de años, la mejor forma de culturizarse es leyendo.

Así pues, lectores de este mi modesto manifiesto, si tenéis hijos, sobrinos, nietos, conocidos en edad de ser redimidos y rescatados del desierto… ¡regaladles un libro! No es una panacea ni la solución del problema, pero es un primer paso y hasta el viaje más largo empieza dando ese primer paso.

Para musicar este comentario no se me ocurre nada mejor que recurrir al maestro Sabina cuando dice:

Como además sale gratis soñar
y no creo en la reencarnación
con un poco de imaginación
partiré de viaje enseguida
a vivir otras vidas
a probarme otros nombres
a colarme en el traje y la piel
de todos los hombres
que nunca seré

A ver si conseguimos, volviendo a recurrir a D. Joaquín, no terminar bailando todos al ritmo del Rocanrol de los idiotas.

Por cierto, un grano no hace granero pero ayuda al compañero, ayer entré en la habitación de mi hijo de 10 años y le encontré, felizmente, leyendo, sumergiéndose en las aventuras de “La llamada de la selva” de Jack London y, en diez minutos, por leerlo y no tener miedo a preguntar, aprendió cuánto es un pie y una yarda. Si yo no hubiera leído y sentido curiosidad por aprender no habría podido decírselo… el círculo se cierra.